Leyó los últimos versos del anterior poema, recordando con nostalgia quién los había escrito. Bajó la vista mirando al suelo. No sabía qué hacer. Si fuera una brújula, no sabría mostrar ni el norte ni el sur, y peor aún, no sabría qué es lo que está apuntando. Probablemente, su flecha no tendría un sentido definido. Sería una brújula de adorno, sin duda.
Sostuvo el papel entre sus manos mientras una lágrima resbalaba por su rostro. Se maldecía una y otra vez por haberse fallado. A sí mismo, a sus padres, a todos los que esperaban algo de él.
Puso la radio, a ver si le evadía un poco. No hubo suerte. Sólo empeoró su situación. Sonaba pues, aquella canción que le dedicó en más de una ocasión.
Volvió a leer los versos, con la canción sonando de fondo.
Arrugó el papel y no se enorgulleció de ello precisamente...al contrario, se arrepintió y volvió a estirarlo, como si de un pergamino de valor incalculable se tratase.
Se aferró al recuerdo de su sonrisa, sólo así consiguió esbozar una en su cara. La canción terminó, y con su fin llegaron anuncios. Los escuchó atentamente, como quien, embelesado, ve por primera vez en mucho tiempo los dibujos favoritos de su infancia. Y tomó nota de algún teléfono. Pero no, no era ninguno de los que había dicho la radio.
Volvía a ser su número. Tenía la costumbre de apuntarlo de vez en cuando para que no se le olvidara. Tenía miedo a perder la memoria ¿sabéis? Por eso iba apuntando las cosas que para él eran importantes. Su número de teléfono, su dirección, su nombre...y describía cada dos por tres cómo era física y emocionalmente. Nunca quería olvidar a quien había sido la persona más importante en su vida. Aunque ella no pudiera decir lo mismo de él.
No podemos evitar a veces sacralizar cosas cotidianas.
ResponderEliminarO.O q triste
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