lunes, 9 de enero de 2012

La Condena

Llegó a casa tras una larga noche. Fue quizás, uno de los mejores encuentros que había tenido desde hacía años. Desinhibida, dejándose llevar totalmente por los elixires prohibidos. Maldito diablo...fue capaz de devolverle la libertad que tanto ansiaba, a cambio de un módico precio: decir la verdad. Parecía sencillo ¿por qué no hacerlo?

Se sintió ligera, como en una nube, sin pisar el suelo firme. 
Cuántas risas malignas se tornaban a su alrededor. Cuántas miradas cómplices del silencio. Cuánto miedo escondía su libertad.

Lo hizo. Se atrevió y confesó. Tentada por el amor del diablo en persona.
Maldita mujer.

Gritó y gritó. Gritó a los cuatro vientos, a los siete mares, al Sol, a la Luna, a la Tierra. Desató su alma vociferando que la amaba. ¡Claro que la amaba! ¡Qué gusto daba poder decirlo, después de tanto tiempo! ¡Se lo esculpió a su amada en su propia piel a través de su mirada! En aquella noche no hubo misterios. No hubo secretos para ninguna de las dos.

Fue al amanecer, de camino a casa, cuando esa libertad empezó a encadenarla. Ahora era esclava de sus propias palabras. ¡Maldito demonio!
Cayó al suelo, arrodillada y llorosa. Pálida, casi fantasmal. Las zarzas se clavaron en sus rodillas y comenzaron a sangrar.
Gritaba. Forzaba una y otra vez su garganta.
- ¡Soy libre, la amo! ¡Libre, libre, libre! ¡Y nada podrá impedirlo!
Alzó los brazos hacia el cielo, acompañados por su cabeza.
La mandíbula comenzó a desencajarse. Aullaba, gritaba, berreaba. Producía sonidos insólitos en un ser humano. Sus ojos, negros como el tizón, comenzaron a llorar. Dejaban caer lágrimas de sangre.
Sus venas marcaban el camino hacia su corazón.
Una extraña sensación de angustia recorrió todo su cuerpo. Ardía, ardía por dentro. Y esa sensación le producía puro placer.
Las llamas escapaban de su boca, totalmente desgarrada. Sus dientes se habían convertido en una sierra de marfil, capaz de destrozar todo aquello que se pusiera por delante.
Rajó su vestido y se despojó de golpe. El olor a vómito y putrefacción ensuciaba la dulce seda que la arropaba.
Rió como nunca antes lo había hecho.

Quienes la encontraron a la mañana siguiente, perdieron su lengua y sus manos. Pues sólo ellas podían saber la verdad.

Fue libre. Podridamente libre. Y feliz. Falsamente feliz.
Eternamente.